El jardinero y la muerte
Gueorgui Gospodínov
Mi padre era jardinero. Ahora es jardín.
Un inicio de libro que se queda grabado, que no se olvida.
Pasar por estas páginas a ratos, parar y releer algunas frases. La brevedad de los capítulos favorece la calma y el sosiego. Sentir con sus palabras. Es un texto hermoso, cuidado e íntimo. Es un homenaje al padre, al ser querido, a su manera de estar y a su ausencia.
Han pasado un par de semanas desde que lo terminé y todavía me emociono. Duelo, dolor y mucho amor.
Te invito a que te asomes a algunos fragmentos
"Nada que temer" era su frase favorita. Su respuesta preparada para cualquier pregunta.
El jardín era su otra vida posible, la voz callada y todo lo que había quedado sin decir.
Aparte de todo lo demás, mi padre lograba convertir cada terreno en un jardín, cada casa en un hogar.
¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte? ¿De aquel que se ha ido o de nosotros? ¿De la ausencia misma? Está tan ausente que llena cada minuto libre con su ausencia.
Eso
es algo que nunca le perdonaré a la enfermedad, me repito, nunca se
lo perdonaré. Podrías llevártelo sin humillarlo.
Noto
como va creciendo su sentimiento de culpa: culpa por estar enfermo,
por estar postrado en la cama, por causar problemas a los demás, por
complicarles el día a día, culpa por ser una carga....
Lo
miro y pienso: no nos han enseñado a envejecer. ¿Qué se hace al
final de la vida? Cómo bajas el ritmo, cómo te acostumbras a que tu
trabajo ahora consiste en descansar (¿qué clase de trabajo es
descansar?)
La enfermedad fuerza a que se den las
conversaciones no mantenidas, la intimidad aplazada.
Una
de las cosas más duras de ver morir a tu padre es el sentimiento de
culpa por no saber si estás haciendo lo mejor en cada momento.
Cuando dejó de comer: ¿llamamos a una enfermera para que le ponga
una vía durante 24 horas? Las vías no son buena idea cuando el
paciente está en casa, dice un médico. ¿Lo ingresamos? Por qué
hacerles sufrir, dice la enfermera jefe, el final es así, que se
vaya con dignidad, lo mejor es que estéis con él en esas horas.
Mi padre con pañales. Ese hombre respetable, lleno de
pundonor, grande, alto, apuesto y susceptible....
En
realidad, la historia ni siquiera importaba. Estaba acostado junto a
mi padre, le leía y eso era suficiente.
Reunámonos
para celebrar su extraordinaria vida.
Susan Sontag
escribe en La enfermedad y sus metáforas sobre esa peculiar
política ambigua que rodea el diagnóstico del cáncer. Como si, a
diferencia del infarto, por ejemplo, en el cáncer hubiera algo
abominable, de mal augurio, como si fuera una cosa que hubiera que
esconder de la mirada de la gente.
El momento de abrir la
puerta por las mañanas era el más temible, no sabía si iba a
encontrarlo vivo.
Intentaba imaginar qué se siente en
una noche así, en la última noche, en las últimas horas. Y yo, que
creo en las palabras, no tenía palabra alguna. Pero eso tampoco
importaba, lo que importaba era aferrarle la mano, él apretaba la
mía, atravesábamos el puente de la noche y en breve íbamos a
separarnos. Por primera vez estaba acostado junto a alguien que se
moría.
Yo aferraba su mano en la oscuridad y era todo lo
que podía hacer.
Ojalá no sea una carga para mis hijos.
Una frase típica con la que puede describirse a toda su generación
de posguerra.
Después de la muerte, el teléfono es una
fuente de horror metafísico.
....la historia florecía y
echaba frutos cuando era él quien la contaba.
(Sobre las
anécdotas socorridas).
No solo las personas no pueden
vivir sin las casas; las casas tampoco pueden vivir sin sus
personas.
Jardinería y muerte. Me parece que la
jardinería se opone esencialmente a la muerte. En un jardín siempre
entierras algo a la espera de que con el tiempo ocurra el milagro y
brote, que se convierta en algo diferente de la semilla que
plantaste, algo verde y espigado, con hojas y flores, con frutos,
algo diferente que a la vez lo repita, lo replique....
¿Acaso
la ausencia no es una característica de los padres en toda la
cultura universal? Ellos están en el frente o en las cárceles, o
buscan el vellocino de oro, o se revuelcan con ninfas en islas
lejanas, o de vuelta a su hogar les alcanza una tempestad, o pasan el
rato en las tabernas del mundo, o han emigrado al extranjero a
trabajar, a ganar dinero, o sinceramente no tienen ganas de volver a
casa...
El padre, se mire como se mire, es una figura
ausente no solo en el cristianismo y en el socialismo.
Es
más difícil escribir sobre los padres.
Toda la
literatura universal, la búlgara no es una excepción, canta a la
madre y escribe amargas cartas kafkianas al padre.
Cal-mu-ra,
una palabra con tanta calma que incluso titila suavemente. Se suele
percibir con el crepúsculo, al anochecer, cuando el silencio es
diáfano y hasta los pájaros se calman y dejan de cantar por un
instante. Ven, me dice, a sentarte un rato a la calmura.
Mi ancla es cada vez más liviana.
La
botánica sabe morir con belleza sin morir en realidad. La botánica
todavía sabe un poco más sobre la muerte.
¿Dónde he
estado en los últimos treinta años, me pregunto, cuando mi padre se
ocupaba de todo esto? ¿Qué he hecho yo? Mi jardín ¿dónde
está?
Es importante darles la mano mientras se mueren, le
digo a un amigo que también ha perdido a su padre.
También es
importante soltarlos después, responde él tras un breve silencio.
El duelo en realidad es egocéntrico, duelo por uno mismo
en un mundo abandonado.
Es en el futuro donde el árbol
de la tristeza florecerá, dará fruto y echará más y más
ramas.
La muerte es un cerezo que madura sin ti.
No
sé qué hacer con los días y las noches, sobre todo no sé qué
hacer con las tardes, allí está agazapada la tristeza como un gato
que no se mueve, está allí observándote, como un búfalo que se ha
tumbado en medio del cuarto y no tienes forma de esquivar.
No
sé qué hacer con todo ese no saber qué hacer en el jardín...
No
sé qué hacer con todas las preguntas que irán apareciendo en el
futuro.
Ni sé qué hacer en semana Santa y en Navidad, en
todas las fiestas venideras y en todas las tardes por venir.
Sinopsis: «Mi padre era jardinero. Ahora es jardín.» En El jardinero y la muerte, Gueorgui Gospodínov nos sumerge en los interminables meses durante los que, día tras día, vio cómo se iba apagando la vida de su padre. Mientras este moría a su lado consumido por la enfermedad, Gospodínov le sostuvo la mano hasta que llegó el fin. Y aun en su lecho de muerte, para él seguía siendo el más alto, el más guapo, el más amable. Seguía siendo su padre. Entre los campos de fresas de la infancia y el inevitable adiós, Gospodínov teje un relato íntimo sobre el duelo y la memoria. ¿Cómo se despide una vida en sus últimos días? ¿Cómo se enfrenta un hijo al derrumbe del héroe que lo protegió? ¿Seguimos existiendo si se va la última persona que nos recordaba como niños? ¿Y cómo afrontamos la ausencia de quienes nos hicieron ser quienes somos? Este no es un libro sobre la muerte, sino sobre el dolor de presenciar el final de una vida. Es una historia sobre padres e hijos, sobre la peculiar cultura del silencio que a menudo los envuelve y que puede teñir incluso los vínculos más profundos. Un mutismo que marcó de un modo irónico la vida del autor, ya que su padre fue un hombre muy callado y, a la vez, un sublime contador de historias.
Título original: Градинарятисмъртта. Traducción: María Vútova. Editorial Impedimenta, Madrid 2025. Número de páginas: 224. Desde la web de la editorial puedes acceder a un extracto dellibro.
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