Portada maravillosa que provoca un inmediato deseo de leer este librito. En primera persona desgrana con un lenguaje casi poético la esencia de sus sueños y anhelos, fraguados en la pérdida y el dolor. Niñez en Vietnam que cambia de pronto como consecuencia de una guerra. Huida a un campo de refugiados en Malasia, como paso intermedio hacia Canadá. Sin orden, por un camino lleno de curvas y rincones oscuros, nos toca en lo más profundo, y, a pesar de las circunstancias desfavorables, todo se impregna de ganas de vivir, de reír, de disfrutar, de sentir.
No grité ni lloré cuando me anunciaron que mi hijo Henri estaba aprisionado en su mundo, cuando me confirmaron que es uno de esos niños que no entienden, que no nos hablan, aunque no sean sordos ni mudos. Es también uno de esos niños a los que hay que amar de lejos, sin tocarles, sin besarles, sin sonreírles porque cada uno de sus sentidos se vería violentado, sucesivamente, por el olor de nuestra piel, por la intensidad de nuestra voz, por la textura de nuestros cabellos, por el ruido de nuestro corazón.
Yo era como mi hijo Henri: no podía hablar ni escuchar, aunque no fuera sorda ni muda. No tenía ya puntos de orientación, ni herramientas para poder soñar, para poder proyectarme hacia el futuro, para poder vivir el presente, en el presente.
La vida es un combate donde la tristeza acerca la derrota (proverbio).
Durante mucho tiempo creí que a mi madre le complacía mucho empujarme constantemente hacia el borde del precipicio. Cuando tuve mis propios hijos comprendí por fin que hubiera debido verla tras la puerta cerrada, con los ojos pegados a la mirilla; que hubiera debido oírla hablando por teléfono con el tendero, mientras yo estaba sentada, llorando en los peldaños. Comprendí también más tarde que mi madre tenía sin duda sueños para mí, pero que me dio sobre todo herramientas que me permitieran recomenzar a arraigarme, a soñar.
Recuerdo a alumnos de la escuela secundaria que se quejaban de su curso obligatorio de Historia. Jóvenes como éramos, ignorábamos que ese curso era un privilegio que sólo los países en paz pueden permitirse.
Mi madre ha comenzado a vivir, a dejarse llevar, a reinventarse a los cincuenta y cinco años.
En aquellos caóticos tiempos de la paz era habitual que el hambre reemplazara a la razón, y la incertidumbre a la moralidad, pero lo inverso era raro
Mis hijos me dieron el poder exclusivo de soplar en una herida para hacer desaparecer el dolor, de comprender palabras no pronunciadas, de poseer la verdad universal, de ser un hada. Un hada prendada de sus olores.
HACE UN AÑO Y UN DÍA: VACACIONES
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