jueves, 17 de enero de 2008

Alerta naranja

No sé bajo qué ley se rigen esos días en los que lo mejor hubiera sido que el despertador no sonora y los dulces sueños nos atraparan durante horas.
Malestar generalizado, el cuerpo destemplado, enroscada en la bufanda, iba pasando muy lentamente la mañana.
Un amistoso mail, carente de cualquier mala intención, me deja “trastornada” y vuelven a mi cabeza viejos fantasmas. No me puedo centrar en nada, la mente sólo quiere regodearse en la palabra “indefinido” y se ha atascado ahí. Qué daño pueden hacer unas simples palabras, remover tantas cosas... Y entonces se abren las compuertas y todo sale, a chorro. Lo peor son esas personas que nos decepcionan, esas personas que venden favores y los compran. Y, ante todo esto, cállate, mejor no remuevas nada…. ¿Qué puedo hacer? Si lo supiera, lo haría….
Al salir del trabajo, la alerta naranja por fuertes vientos es más que un pronóstico, y el paraguas un elemento puramente decorativo. Consigo llegar hasta el autobús, que como de costumbre viene con retraso. A estro tampoco me acostumbro (como a los madrugones).
El trayecto, por autopista, poco más de 20 km, es tenso. El paso por el puente, lento y peligroso.
Directa a la peluquería, lugar que para muchas personas resulta placentero, y a mi me supone un supremo esfuerzo, ante una muy evidente necesidad de teñir canas. Mientras me van “coloreando”, en otra silla un niño pequeño llora, no quiere estar allí, ni que le corten el pelo, grita que le duele. Y me hace pensar en mi misma hace ya muchos años, cuando también sentía dolor al ver caer los mechones al suelo, ante la implacable tijera y la cara de tremenda satisfacción de la peluquera….
A pesar de ese pequeño drama, por fin consigo sonreír y dejarme llevar por las conversaciones de mi alrededor. Qué fácil les resulta a muchas personas contar toda su vida, mientras las embellecen…
Extraño, pero con todos esos preliminares, me quedo satisfecha con el resultado (nunca me gusta ni el color, ni tanto retoque). Traspaso la puerta y tan pronto pongo un pie en la acera, una ráfaga de viento huracanado destroza mi nuevo peinado.
Como no llueve, decido pasear con Otto. Llegamos a la Alameda, todo cubierto por ramas y objetos varios. Puede que no fuera tan buena idea…. Empieza a diluviar y nos refugiamos en un portal, pero no nos sirve de mucho. En esos casos lo mejor es correr. Y ya puestos, solo me faltaba resbalar y estamparme de narices. Pero no, no se puede ser tan negativa. Llegamos sanos y salvos, empapados y yo casi desteñida.
Se acabó y ya no pienso moverme del sofá.
Me quito la ropa mojada y me pongo el pijama, las zapatillas y esa chaqueta vieja de andar por casa. Una Heineken muy fría, el mando a distancia, play y que empiece la película. Desde el principio siento que es de las que me va a gustar. Vuelve mi verdadero yo, el optimismo natural. Y a partir de aquí ya todo va bien. Desaparecen todos los deshechos de ese largo día y solamente tienen cabida cosas buenas. Estoy ya en mi hogar, en mi refugio.
La película (La copa) es entrañable, tan budista, tan de niños. Qué gusto!
Con el ánimo cambiado, llamo por teléfono a una amiga, y nos echamos unas risas.
Ha vuelto House, lo voy a grabar y ya mejor será que me meta en la cama a dormir. Necesito el sueño reparador. Mañana será otro día. Meigas fora.

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